Es una verdad de perogrullo: siempre que se intenta alcanzar bienes altos, es necesario luchar. Luchar contra el peligro de la insensibilización, contra la apatía, la negligencia y la abulia y, también contra el desorden en la vida de los sentidos. Esa lucha es necesaria en cada matrimonio y, para quien se ha decidido por el celibato, es también importantísima.
Somos tanto cuerpo como alma y todas nuestras actividades espirituales se encuentran profundamente unidas a nuestra vida sensible. Además, nuestra naturaleza humana está debilitada por el pecado. Oponerse a la realidad y pretender contradecir los movimientos de la naturaleza, resulta del todo inútil. Una empresa con este fin conduciría únicamente a la rigidez de un estoicismo inhumano. Sería igualmente erróneo ceder ante todos los deseos y olvidar la realidad que verdaderamente se vive.
Lo más conveniente es aceptarse como uno es. Se necesita sinceridad para reconocer sus sentimientos y no ocultarlos o simplemente reprimirlos; ello sólo conduciría a una actitud convulsiva. Frente al propio comportamiento, hay que sacar consecuencias, es necesario ser prudente y estar alerta: alejarse cuanto antes de la persona por la cual tenemos sentimientos que se oponen a nuestro compromiso de amor con Dios.
No nos puede asustar lo que la tradición cristiana ha denominado comúnmente ascética, lucha interior o dominio de sí mismo. Para muchas personas éstos son términos extraños, hasta incómodos. Tal vez su recto significado fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. La lucha ascética es rechazada por amplios sectores de nuestra sociedad. Este mismo rechazo es, en muchos casos, el verdadero responsable del fracaso de algunas vidas célibes.
No se trata de que, debido a las exageraciones del pasado, se renuncie a todo tipo de vida ascética; más bien, ésta debe ser fundada y puesta en práctica en forma inteligente, prudente y oportuna. Una conocida religiosa alemana explica con claridad que el dominio de sí mismo “se tiene que lograr por amor al Señor, sin miedo, con un amor confiado, con una gran libertad y con un corazón generoso”.[19]
La ascética conduce al encuentro con Dios; a través de ella no se busca la propia perfección, sino que su objetivo es el amor de Dios. Hay que tener bien claro que no se trata de “no hacer nada malo” y de no caer jamás. Hay que tener el valor de levantarse una y otra vez. Dios nos es más suave y más grato cuando elevamos a El nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros ascéticos y nuestra impecabilidad moral.
A lo largo de nuestra vida, podemos experimentar etapas de oscuridad y sufrir decepciones. La estabilidad emocional y la madurez espiritual son bienes cuyo desarrollo no es lineal o ininterrumpido; por el contrario, generalmente se alcanzan a través de pocas o muchas situaciones de crisis. Sin embargo, una crisis no es una catástrofe. Hay que descubrir las posibilidades que se esconden detrás de cada situación difícil. Luego de una prueba y mediante ella, el amor se hace más maduro y más profundo. Con el tiempo y después de cada “tempestad”, el amor y el deseo de darse a los demás pueden renovarse, purificarse y crecer.
Para ello, es imprescindible comprender bien lo que se ha vivido en esa temporada, no huir, no distraerse, no engañarse con un posible “cambio de compañera o compañero”, pues en realidad, lo único que hay que cambiar es el propio yo.[20]
Para superar una crisis es necesario “volver”, “retornar” al momento en que iniciamos la unión, entonces, podemos renovar ese compromiso de amor; decir, de todo corazón, nuevamente, que sí. El filósofo Dietrich von Hildebrand aclara, con acierto: “Ahora bien, ese volver al momento inicial en que Dios tocó lo más profundo de nuestra alma, es lo esencial de toda renovación que no se puede confundir con un retornar con todos los detalles al comienzo.
Es un volver no necesariamente al escenario original; pero sí al entusiasmo, al ardor y al celo iniciales”.[21] No puedo negar el conocimiento y la experiencia que he recogido en el camino de la vida. Si reitero el “sí” original, lo hago a conciencia y, si cabe, más libre que la primera vez, con el entusiasmo de la juventud y la madurez que dan los años. Con el paso del tiempo, amamos cada vez más, porque queremos amar y estamos también más dispuestos a sacrificarnos por quien amamos.
Las posibilidades de maduración de un ser humano -hombre o mujer, soltero o casado- son tan grandes como el amor del que vive. Si una persona se preocupa sólo de sí misma y de su prestigio (de lo que digan los demás), se convierte en un ser interiormente pobre, abúlico, de corto criterio y estrecho de miras. El obstáculo decisivo para lograr una personalidad armónica y, en definitiva, vivir feliz, es el egocentrismo, el carácter agarrotado, la relación neurótica hacia el mundo y hacia quienes nos rodean. Quien ha escogido el celibato tiene que aprender siempre, en una dimensión más profunda, el desprendimiento cristiano.
Tenemos que mirar, una y otra vez, a Aquél por quien nos hemos decidido. En otras palabras, debemos estar dispuestos a separarnos cada vez más de los bienes terrenos, especialmente, de aquellos propios de lo que la gente denomina “una vida tranquila”, en que todo está ordenado y predeterminado. Primero, se debe luchar contra las faltas e imperfecciones, por ejemplo, contra pequeñas competencias con otras personas, contra la envidia, el sentimiento de alegría por el mal ajeno, una exagerada susceptibilidad, pensar únicamente en la carrera, en fin. De esta manera, el corazón se vuelve cada vez más puro y es más libre para amar a Dios.
No siempre es necesario que la voluntad y la vida de los sentidos vayan unidas. Ello se realizará definitiva y totalmente sólo en el Cielo. No obstante, se puede decir, sin exagerar, que en el caso de muchas personas que se han decidido por el celibato, ello se realiza ya en la tierra. Efectivamente, esas personas no aman a Dios solamente porque han tomado la noble decisión de hacerlo, sino que lo aman con toda la fuerza de su corazón. ¡Están felices de amarlo!
Este mismo amor puede conducir algunas veces a combatir ciertos sentimientos y deseos del corazón. Es el caso de Abraham, al declararse dispuesto a sacrificar a su hijo. Dietrich von Hildebrand describe magistralmente lo ocurrido: “Abraham, al escuchar que Dios le mandaba sacrificar a su hijo Isaac, tuvo que responder ¡sí! con su voluntad. Pero su corazón tenía que sangrar y responder con la tristeza más grande. Su obediencia al precepto no habría sido más perfecta si su corazón hubiera reaccionado con alegría. Al contrario, se hubiera tratado de una actividad monstruosa. Según la voluntad de Dios, el sacrificio de su hijo requería una respuesta del corazón de Abraham: la del dolor más profundo.”[22] Algo parecido padeció Cristo en el monte de los olivos; claro que hay que tener en cuenta la infinita distancia entre Abraham y el Hijo de Dios.
¿Qué consecuencias tiene todo esto para nuestra vida? Tanto en el matrimonio, como en el celibato, todos tenemos que sacrificar algo por un amor más alto. Hacemos algunos sacrificios para ser fieles a aquél a quien un día nos entregamos voluntariamente. Pienso que el profundizar en la pasión del Señor puede ayudar a superar las tentaciones o, en general, las dificultades en el ámbito afectivo. Si las inspiraciones divinas, lo que Dios nos pide, sólo nos causaran felicidad, si nunca sufriéramos contradicción entre los deseos del corazón y la decisión de nuestra voluntad, entonces, deberíamos preguntarnos si nuestra vida de fe es realmente viva. ¡Tal vez seguimos a Cristo de muy lejos! De tan lejos, que no experimentamos ni rastro de su cruz.
Por el contrario, si nos asombramos de que al seguir a Cristo nos encontramos con su cruz y, más aún, nos quejamos de ello, puede ser ésta también una señal de que no estamos aún lo suficientemente cerca del Señor. Arquer lo explica acertadamente: “Un cierto tono de queja… se encuentra… en contradicción con la esencia del amor. El amante acepta gustoso el sacrificio y no echa en cara al amado lo que él le manda. Desde el fondo de su ser, el célibe dice alegremente que sí a ese dolor, saluda la cruz que lo une con Cristo”.[23]
Ciertamente, el celibato es un regalo divino que lleva consigo la locura de la cruz. En este punto, hay que aclarar, eso sí, que lo que se ama no es la cruz, sino al Crucificado. Si queremos estar más cerca del Señor, ¡no podemos pretender tener las cosas mejor que él! El amor empuja hacia la expresión, hacia la objetivación de la entrega… Se alegra de sacrificarse por quien ama; ansía mostrarle que le ama sobre todas las cosas. La novia abandona la casa paterna, disuelve su comunidad de vida con aquéllos a los cuales hasta entonces pertenecía, de los que se rodeaba, para seguir al hombre que eligió por amor. Quien se ha decidio por Cristo tiene tanta más razón para entregarse de una manera aún más radical.
[19] Isa Vermehren, “Vom Reichtum der Ehelosen”, en: Klaus M. Becker y Jürgen Eberle (editores), “Der Zšlibat des Priesters”, St. Ottilien 1995, p. 95.
[20] Dietrich von Hildebrand, “Zšlibat und Glaubenskrise”, Regensburg 1970, p. 40.
[21] Dietrich von Hildebrand, “†ber das Herz”, Regensburg 1967, p. 189.
[22] Dietrich von Hildebrand, “El corazón. Un análisis de la afectividad humana y divina”, Madrid 1996, p. 203.
[23] Arquer, ob. cit. p. 265.